Hamilton Howard Fish nació el 19 de mayo de 1870 en Washington D. C., Estados Unidos. Desde que era tan solo un niño fue azotado varias veces por la muerte, la cual no solamente le arrebató a su padre a la edad de cinco años, sino que también lo puso a prueba con el fallecimiento de uno de sus tres hermanos. Su madre, Ellen Fish, no pudo soportar lo que vino después del inesperado infarto que le produjo la muerte a su esposo, así que tomó una drástica decisión, que, sin duda, cambiaría el futuro de Hamilton para siempre.
Para 1875, las paredes grises, los castigos físicos y las burlas incesantes ya eran parte del intrincado mundo del futuro asesino. El dolor embriagador y la carencia económica llevarían a su madre a encargar su cuidado a un orfanato que, si bien trajo consigo momentos desoladores también, fue el detonante de un gran descubrimiento.
El verdadero detonante de su locura se produjo tras el abandono de su esposa por otro hombre en 1917. Perdido y solo, Fish comenzó a oír voces que lo incitaban a cometer crímenes en nombre del apóstol San Juan. En una montaña de pistas sin resolver, incertidumbre y dolor fueron acumulándose las víctimas de Fish y aunque sus crímenes son incontables, también lo son inolvidables. El nombre Billy Gaffney aún retumba en los oídos de quienes fueron presas del terror infundido por Albert.
El 11 de febrero de 1927, un nuevo delito ensombreció la tranquilidad de un vecindario en Brooklyn. Al parecer, un hombre de complexión delgada, cabello y bigote gris raptó a un niño de cuatro años llamado Billy Gaffney mientras se encontraba jugando afuera del apartamento de su familia con un amigo. A día de hoy, el cuerpo del menor no fue hallado.
Pese a que se le atribuye la responsabilidad de un centenar de abusos y asesinatos, el afamado caníbal solamente pudo ser juzgado por uno en particular: el homicidio de la pequeña Grace Budd. Un anuncio en el periódico sería el inicio de la pesadilla de la familia Budd. Todd, el hermano mayor Grace, publicó un aviso con el que buscaba conseguir empleo. Fue solo cuestión de tiempo para que una gran ola de muerte disfrazada de oportunidad laboral llegara a la puerta de su casa.
El abuelo asesino no solamente se obsesionó con la niña de diez años al acudir a la dirección residencial de la familia, sino que orquestó un macabro plan para ganarse la confianza de los padres y finalmente sacar a Grace con la excusa de ir a una fiesta de cumpleaños. Para infortunio de todos, Grace nunca regresó a su hogar como había prometido que lo haría. Sin rastro de la niña y su captor, pasaron seis largos y dolorosos años en los que la esperanza se perdió.
Fue una misiva enviada por Albert la que le confirmó a la familia lo que para esa época ya temían. “El domingo 3 de junio de 1928 llamé a su puerta en la calle 15, 406 oeste. Llevaba queso y frutillas, y almorzamos. Grace se sentó en mi regazo y me besó. Con el pretexto de llevarla a una fiesta, le pedí que le diera permiso, a lo que usted accedió. La llevé a una casa vacía que había elegido con anterioridad en Westchester”, inició la carta con la que el fallecido asesino trataría de exculpar sus crímenes.
Las palabras del asesino entraron como misiles en el corazón de los seres queridos de Grace y arrasaron con toda esperanza e ilusión de ver a su pequeña. La confesión que vino a continuación fue el inicio del fin del apodado “Hombre lobo de Wysteria”.”¡Cómo pataleó, arañó y me mordió! Pero la asfixié hasta matarla. Luego la corté en pequeños pedazos para poder llevar la carne a mi habitación. Me llevó nueve días comerme su cuerpo entero”, sostuvo en el explícito y crudo relato.
El 13 de diciembre de 1934, Alfred Fish fue finalmente arrestado por la Policía estadounidense. Sin un atisbo de remordimiento y bajo la premisa de “no soy un demente, solo un excéntrico. A veces ni yo mismo me comprendo”, confesó haber cortado la cabeza de Grace con un cuchillo y el resto de su cuerpo con una sierra.
A sus revelaciones se sumó la de un niño de cuatro años (aparentemente Thomas Bedden) al cual flageló hasta morir. Con la crueldad al extremo, le cortó las orejas, la nariz y le sacó los ojos para finalmente preparar un estofado humano. Una tras otra, Fish narró con una sonrisa en la cara todas las perversiones cometidas a más de un centenar de niños y jóvenes durante su juicio llevado a cabo el 11 de marzo de 1935. Agencias