Jornadas de 17 horas de trabajo en Brasil, ningún día de descanso y el pago de 1,50 reales (30 centavos de dólar) la prenda. Esas fueron las condiciones de trabajo a las que se sometió Dilma Chilaca al llegar a Brasil. “Cuando uno no tiene nada, tiene que callar”, dice.
Esta costurera boliviana de 41 años, natural de Potosí, ahora posee su propio taller en un sótano húmedo a las afueras de São Paulo donde la música andina se mezcla con el rumor de las máquinas de coser. Tras una lucha de años contra la precariedad, Chilaca reclama mejores condiciones laborales para las costureras.
“Aprendí a decir que no, los empresarios tienen que entender que tenemos familia”, afirma a EFE, mientras termina de coser con dedos ágiles 20 pantalones cortos apilados a un lado. La explotación laboral se ceba con los migrantes latinoamericanos que, como Chilaca, llegan a Brasil sin papeles y se topan con la barrera lingüística y la informalidad. Agencias