Cura poseído mató a un monaguillo de 47 puñaladas

El sacerdote José Prat transita por la plaza de la Alameda, donde se encuentra la parroquia de Nuestra Señora de Begoña en España. Aquí hace las veces de párroco de forma temporal, ya que el titular había fallecido unos meses antes. En torno a las seis de la tarde, el religioso entra en el colegio Ramón Gamón para preguntar por Paquito alegando que lo necesita. El pequeño sale de clase y juntos se encaminan al templo, donde diariamente se ofrece una misa a las siete de la tarde. Ese día no llegó a celebrarse. En ese corto espacio de tiempo Prat acribilló a puñaladas al niño en la sacristía de la parroquia. Antes le había golpeado la cabeza y había tratado de estrangularlo.

El arma homicida fue un abrecartas en forma de espada, tal y como recoge la crónica publicada el 13 de marzo de aquel año por el semanario El Caso. El fondo puede consultarse en la biblioteca de la Universidad CEU San Pablo de Madrid. Hasta en 47 ocasiones penetró el sacerdote el pequeño cuerpo de Paquito. En una de ellas seccionó una de las arterias carótidas, una herida mortal por la que el niño se desangró con rapidez. Cuando el sacerdote se dio cuenta del crimen que había cometido, se lavó, se cambió de ropa, se perfumó y fue a entregarse a la justicia. En ese momento se cruzó en el despacho con otro cura, Jaime Pons, que quedó horrorizado por la escena. Prat le dijo que iba a ponerse a disposición de la Guardia Civil, que había sido víctima de un ataque de enajenación mental y que durante ese episodio había matado al monaguillo.

“Un niño muy bueno”

Los vecinos reconocieron que estaban sorprendidos por lo que había ocurrido, ya que hasta entonces el sacerdote había demostrado ser muy serio. Otros lo describían como una persona con “muchas rarezas” que ni siquiera entregaba las llaves de la iglesia a las limpiadoras. Su compañero en la orden, Jaime Pons, aseguró que el cura había padecido un ataque de locura y lo achacó a que Prat sufrió “una fuerte impresión” meses atrás, después de que el párroco de su iglesia muriese de un infarto en sus brazos. “Me dijo varias veces que no había podido olvidar aquel momento”, rememoraba el religioso en una de las siete páginas que la publicación de sucesos dedicó al crimen.

Los compañeros de juegos definieron a la víctima como “un niño simpático y muy bueno” que “nunca hacía travesuras y se portaba bien con todo el mundo”. Paquito era el único hijo varón de los tres que tenía Isabel Navalón, una mujer de 28 años. Su marido, minero, había muerto de silicosis seis años atrás y ella tuvo que hacer todo tipo de trabajos para sacar adelante a la familia: limpió casas y finalmente consiguió colocarse como empleada de limpieza en la empresa Sierra Menera. Cuando su pequeño le sugirió la posibilidad de hacerse monaguillo, la mujer estuvo de acuerdo porque creía que, al tener que salir de casa ella para trabajar, era mejor que el niño estuviese en la iglesia porque “en la calle solo podía aprender cosas malas”.

Prat explicó a las autoridades que aquella mañana invernal se despertó obsesionado por una “terrible idea” que le acompañó durante todo el día: tenía que matar a un niño. Fue hasta Valencia para distraerse y quitarse esa sensación de la cabeza. A su vuelta a Sagunto, paseó por sus calles a la búsqueda de alguna víctima, pero no se decidió. Luego pasó por el colegio a recoger a Paquito y el pequeño le siguió. Tras firmar la declaración, el sacerdote fue trasladado a Valencia, donde permaneció tres días detenido en las dependencias del Palacio Arzobispal (era lo previsto en el Concordato de 1953, vigente para clérigos encausados). Luego, el arzobispo autorizó su traslado a la cárcel Modelo. El 10 de marzo comenzó en la Audiencia Provincial de Valencia el juicio por el homicidio perpetrado por José Prat, que entonces contaba con 53 años.

Más de 300 personas se congregaron aquel día a las puertas del tribunal. La acusación particular solicitó pena de muerte para el sacerdote, que fue finalmente condenado a 17 años de reclusión. Sin embargo, el religioso no cumplió la pena, según recoge un libro publicado en 2004.

Una de sus hermanas calificó de “indignante” que el cura que mató al niño siguiera en activo, ya que “en las iglesias siempre hay niños”. “Mi madre y yo estamos destrozadas. Saber que el cura que mató a mi hermano luego fue vicario en Lleida y murió arropado por la Iglesia. Ahora sabemos que la Iglesia nos engañó”, explicó la mujer. Agencias