El fracaso de la educación en línea: todos hacen, nadie aprende

Se intentó rescatar el ciclo lectivo que fue interrumpido por la pandemia de Covid-19. No se pudo. En todo caso, a lo más que podrá aspirarse será a guardar las apariencias, tanto por padres de los educandos, los propios alumnos, los maestros y las autoridades administrativas de todos los centros educativos del país. Pero esto no será bueno para nadie. Además de que alentará a muchas escuelas a continuar con las simulaciones virtuales de dizque educación (llamadas pomposa y chovinistamente home schooling), que, inmersas en la lógica de mercado, buscarán abatir costos y gastos, habrá alumnos de todos los planteles de educación de cualquier nivel cada vez menos preparados ya no digamos para poder ejercer en un futuro como profesionistas, sino para seguir cursando los años que les faltan en su respectivo nivel educativo. La educación a distancia funciona bien solamente cuando se cumple con un requisito indispensable, inexcusable: que el estudiante sea de alto perfil, es decir, que tenga un interés genuino en adquirir conocimientos y capacidad de ser autodidacta. Existen algunos programas a distancia, a nivel de posgrado, que cumplen con ese alto nivel, pero requieren de alumnos que sepan leer y entender bien lo que leen y lo que escriben y que, además, puedan demostrar sus conocimientos cuando se les pregunta por ellos. De esos programas y de esos alumnos nunca hay sobrante.

En el caso de los niños pequeños, de preescolar o de primaria, son los padres quienes pasan su día haciendo las tareas y actividades escolares; no supervisándolas ni revisándolas: HACIÉNDOLAS. Y, conforme subimos de grado escolar, la insuficiencia didáctica de las plataformas virtuales se suma al típico desinterés de los alumnos por lo que se les está enseñando. De por sí es cuestionable que los ejercicios memorísticos del nivel medio o medio superior sirvan para algo (además de para generar rechazo por ciertas materias), y ahora se añade que los estudiantes no están aprendiendo ni siquiera algunas cosas de memoria. Quizás hasta estén olvidando lo que ya habían aprendido.

Y en el nivel universitario, donde se presupone que nos encontramos en una educación entre adultos, los profesores mandan textos y materiales que ellos mismos ni siquiera han leído o, al menos, entendido, y se inventan actividades peores que la de un animador de hotel para demostrarle a la escuela que sí están trabajando y que no dejen de pagarles sus clases. Los alumnos también hacen su parte en este desastre quejándose de que no da tiempo de nada y de que no entienden nada y mandan trabajos a sus profesores en los que todo eso se nota. Se han viralizado en días recientes, además, algunos casos en los que un estudiante sabotea la clase, sea orientando de mala fe al profesor para que él mismo cierre la sesión o sea convirtiendo las reuniones virtuales en su megáfono personal para quejarse de lo que sea. Esto no es nuevo: tenemos al menos unos tres lustros viendo cómo los estudiantes “universitarios” se rebelan, de entrada, contra el pobre diablo que les quiera enseñar cualquier cosa. Eso explica por qué las nuevas generaciones están metidas debajo de la mesa mientras los verdaderos adultos intentamos lidiar con esta crisis. Su rebeldía es acomodaticia y sólo ha logrado formar analfabetas vitales. Se enterarán de que la crisis ya pasó a través de su Tik Tok.

Se entiende que las partes interesadas hayan hecho lo posible por salvar este año, semestre o cuatrimestre (o lo que sea). Es claro que no hubo mala intención de nadie, si bien los principales incentivos no fueron pedagógicos.

Para las instituciones de educación privada, el problema más inmediato consiste en seguir legitimadas para el cobro de inscripciones, colegiaturas y demás tarifas, por lo que deben convencer a los padres de que se está haciendo mucho. Y, por eso, la estrategia más a la mano consiste en saturar a los padres y a los alumnos, hasta tapar todos los lavabos mentales, de toneladas de documentos y de basura que pretenden demostrar que el trabajo escolar ahí está, en correos electrónicos numerosos, en trabajos entregados por videoconferencias y salas de charla virtuales, todo registrado gracias a la moderna tecnología que se tiene a mano. Hay evidencia por kilo, pero si sirve para algo o no, eso es un debate al que nadie quiere entrar. La educación pública tiene otros incentivos: las presiones sindicales, la justificación del gasto educativo en numerosas partidas y el riesgo permanente de que cualquier decisión que tenga que ver con el magisterio se politice y se convierta en otra cosa, incómoda y transexenal. El chiste es que nadie la tiene fácil.

Por todo lo anterior, se percibe que los personajes de esta obra optan por negar la evidencia, por felicitarse unos a otros por haber dado “el mejor esfuerzo” y por pasar prontamente “a lo que sigue”, sea lo que sea que siga. Si se procediera con un nivel de auténtica franqueza (que siempre es mala política), debería darse por perdido el período educativo que ha transcurrido, al menos, desde marzo a hoy y repetirlo a partir de julio. Es decir, reconocer el fracaso de la educación a distancia, del que hay evidencia sobrante también y decir, con honestidad: “¿Saben qué? Desde marzo todos nos hemos hecho tontos y nada de lo realizado ha abonado un carajo para el progreso educativo de ningún alumno. Retomemos el curso pendiente en julio 15 y acabemos en diciembre.” Sí, los alumnos se atrasarían, pero serían todos, en todos los niveles y en todas las instituciones educativas y nadie quedaría en desventaja. El mayor cambio formal sería que los ciclos lectivos nuevamente iniciarían en enero y acabarían en diciembre.

Sin embargo, se ve como una decisión inviable, porque involucraría un gran acuerdo de partes interesadas a todos los niveles, evidentemente en contra de la lógica de mercado en la educación privada y en contra de la lógica política en la educación pública. Definitivamente, alguien acabaría perdiendo mucho: primero, los padres, su dinero, sin importar si la educación es privada o pública, pues si se les hace gastar un semestre de más, incurrirían en costos no previstos, desde colegiaturas hasta materiales didácticos; segundo, las escuelas privadas, dinero también, pues habría que ver si se les condona a los alumnos este hipotético semestre extendido; tercero, los participantes de la educación pública, posición política, pues reconocer que los esfuerzos han sido fútiles generaría tensiones de todo orden con consecuencias imprevisibles al día de hoy.

Lo seguro es que todos seguirán la farsa. En primer lugar, porque el esfuerzo ahí ha estado y, en nuestra cultura, cuando alguien se esfuerza mucho no se le puede decir que fracasó, aunque fracase. Va contra la mexicana costumbre de dar diplomas por participación por todo y de hacer graduaciones hasta para los niños de preprimaria. En segundo lugar, porque los únicos beneficiados en que se repitiera el curso serían los estudiantes y los estudiantes son los que menos quieren estudiar o, Dios no lo quiera, aprender las cosas que se enseñan en la escuela. Todos declararán que la educación a distancia logró vencer la pandemia.

De todas formas, los siguientes cursos serán remediales glorificados, porque en esta cuarentena, académicamente hablando, nadie hizo nada. Agencias