Se imagina que un día, de la noche a la mañana, usted empiece a caerse sin ningún motivo; que, de pronto, sienta que se volvió torpe porque deja caer frecuentemente objetos que tiene en las manos o que se atropelle con las palabras porque le cuesta proyectar su voz.
Eso le pasó a Stephen Hawking, el renombrado físico teórico británico conocido por su trabajo pionero en cosmología, quien a los 21 años (en 1963) fue diagnosticado con Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA), una enfermedad neurodegenerativa que afecta las neuronas motoras del cerebro y la médula espinal, conduciendo a una parálisis progresiva.
“Me tropecé y me caí dos o tres veces sin motivo alguno”, relataba el científico a propósito de los síntomas de la enfermedad que empezó a sentir cuando cursaba su tercer año de universidad, en Oxford.
Contra todo pronóstico médico, Hawking vivió más de 50 años después de su diagnóstico, desafiando las expectativas que le daban sólo unos pocos años de vida.
Pese a que la ELA le privó de su capacidad para hablar, el físico recurrió a una computadora con un sintetizador de voz para comunicarse. Las limitaciones físicas tampoco impidieron que su mente permaneciera ágil y prolífica, hasta poco antes de su muerte.
«Mis expectativas se redujeron a cero cuando tenía 21 años. Todo desde entonces ha sido un extra», afirmó el astrofísico durante una entrevista con The New York Times, en 2004.
La Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA), también conocida como enfermedad de Lou Gehrig, es una afección neurodegenerativa que afecta a miles de personas en todo el mundo.
Esta enfermedad se hizo mundialmente conocida a través de figuras como el físico teórico Stephen Hawking y el famoso jugador de béisbol Lou Gehrig.
La ELA es una enfermedad que afecta a las neuronas motoras, las células responsables de enviar señales desde el cerebro y la médula espinal a los músculos voluntarios. Con el tiempo, estas neuronas degeneran y mueren, lo que provoca una pérdida progresiva del control muscular. Esto lleva a la debilidad muscular, parálisis y, finalmente, la incapacidad para respirar sin asistencia.
“Es una enfermedad neurodegenerativa progresiva cuyo origen es desconocido, aunque se sabe que tiene factores genéticos y ambientales involucrados”, indica Shirley Nicole Andrade Azcui, docente de la carrera de Medicina de la Universidad Franz Tamayo Unifranz.
Aproximadamente el 10% de los casos son hereditarios, mientras que el 90% son esporádicos, sin un patrón familiar claro.
Los síntomas iniciales de la ELA pueden ser sutiles y variar entre los individuos. Entre los primeros signos se encuentran la debilidad en las extremidades, dificultad para hablar, tragar y calambres musculares.
A medida que la enfermedad progresa, los síntomas se extienden a otros músculos del cuerpo, llevando a una mayor dependencia de asistencia para realizar actividades cotidianas.
El diagnóstico de la ELA es complicado debido a la ausencia de una prueba específica. Los médicos suelen basarse en un historial clínico detallado, exámenes neurológicos y pruebas como la electromiografía (EMG) y resonancias magnéticas para descartar otras condiciones.
La ELA afecta a 2 de cada 100.000 personas cada año. La mayoría de los pacientes son diagnosticados entre los 40 y 70 años, aunque puede ocurrir a cualquier edad.