Las brujas en la noche fría de San Juan

Roxana Pinelo Navarro

La noche de San Juan apareció una mujer. La fogata y el imaginario ratificaron su carácter de bruja. Pasados los años no era una sino dos. Las brujas, como es sabido, son sabias sanadoras. Una de ellas tuvo una hija enfermera.

Esa noche, en medio de la fogata, ella apareció. Tenía el cabello grande, largo y el poncho color rosa. Pasó por ahí dos veces y se marchó, pero no de mi vida.

No se apuren. Esta historia comienza así. La noche de San Juan, como supongo les sucede a muchos, está tejida en la memoria con cientos de hilos en diferentes colores. Desde los más grises y nefastos como la Masacre de San Juan de 1967, triste episodio en la historia boliviana, hasta la gama de fogatas, los fuegos artificiales, los infaltables hot dogs, el api con llauchas, buñuelos y el sucumbé. Y, por supuesto, los aquelarres que reúnen a brujas y brujos según cuentan las leyendas, recordando la muerte inaudita de cientos de personas por el solo delito de pensar diferente. Por eso se siente el soplido mágico de cada una de las brujas que vienen a recordar su martirio y suplicio y cientos de conjuros y hechizos de todo cuño en su nombre durante la noche de San Juan.

Se siente el soplido mágico de cada una de las brujas que vienen a recordar su martirio y suplicio y cientos de conjuros y hechizos de todo cuño en su nombre durante la noche de San Juan.

A mis 8 años de edad, era absolutamente ignorante al respecto y la fiesta de San Juan se circunscribía a ver a mi familia reunida alrededor de la hoguera, compartiendo con la vecindad en nuestro barrio de Sopocachi sin miedo o ansiedad alguna. Esta hermosa etapa de ingenuidad, que duró muy poco, me permitió disfrutar de las famosas “estrellitas” y el amor y cuidado de las personas mayores, y en el rabillo del ojo la presencia de mi padre en compañía de uno de sus mejores amigos, mi tío querido, mientras las mujeres se reunían en la cocina desde donde mandaban hacia la calle charolas con toda clase de bebidas y comida.

Esa noche, además, no fue una noche cualquiera. Sentada entre los dos, y con el oído atento a sus conversaciones, vi aparecer de la nada a una mujer de aspecto diferente. Para mi sorpresa ambos caballeros de aquél entonces levantaron los pies de la vereda para cederle el paso y estuvieron a punto de incrustar sus espaldas entre los arbustos de pino añejo que tenían por detrás. ¡Es ella!, dijo mi tío. ¡Ni lo digas!, contestó mi padre. ¡Es ella, te lo prometo!, repitió con un dejo de ansiedad. Giré la cabeza y alcancé a ver la silueta de una mujer distinta, envuelta en un chal tejido a crochet rosado bajito. Se detuvo a media cuadra de donde quedaba la fogata y por ende mi casa, y volvió a pasar por donde acababa de transitar. ¡Aquí viene la bruja otra vez!, dijo el amigo. ¡Dios del cielo!, contestó mi padre. Esta vez la miré sin disimular mi curiosidad. Recuerdo sus grandes ojos negros con profundas ojeras entre verdes grises y su cabello grande y rizado que le caía libremente por todo el marco de su rostro. Intentó hacer contacto visual con los dos hombres pero no tuvo suerte. Sin mediar palabra me tomaron de la mano y subimos las gradas hacia nuestro departamento a grandes zancadas. ¿Qué pasó Pepe?, preguntó mi madre desde la cocina. No nada, es la niña que quiere entrar al baño. ¿Yo? pregunté sorprendida. Tú, anda al baño, ordenó mi padre con cariño, debes limpiarte la nariz. Pero no quiero ir, le dije incómoda. ¿Por qué? me preguntaron los dos al mismo tiempo. Porque tengo miedo de la señora bruja. ¿Bruja? ¿Cuál bruja? La que pasó por nuestro lado hace un ratito, contesté impaciente. Para buena suerte de ambos, en aquel entonces tenía fama de relatar historias extraídas de noticias y radionovelas que luego resumía a gritos subida en una de las sillas del comedor de diario mientras mi familia escuchaba horrorizada o se hacía la del otro viernes. Ya se le pasará, decían entre murmullos. Tiene muchísima imaginación, hay que incentivarla a que haga deporte. Escuchaste mal, me dijo mi padre algo triste porque era el único que incentivaba mi “talento” y es probable que haya lamentado engañarme dizque por mi bien. Ahora déjame conversar un rato con tu tío, me dijo.

¡Es ella, te lo prometo!, repitió con un dejo de ansiedad. Giré la cabeza y alcancé a ver la silueta de una mujer distinta, envuelta en un chal tejido a crochet rosado bajito.

Esa orden no fue acatada en absoluto. Hincada sobre mis frágiles rodillas de niña curiosa escuché que mi padre le decía: Por el amor de Dios, ten un poco de piedad con esa mujer, es de una pobreza franciscana. No puedo Pepe, mi esposa se ofendería hasta la muerte y no quiero darle ese dolor a una mujer tan buena. Puedo hacerlo en tu nombre. Te agradezco hermano, sé que estás en situación de hacerlo pero sería demasiado abuso de mi parte. Están hablando de plata, pensé. Y no era extraño. Mi padre era un exitoso abogado que trabajó en una de las empresas mineras más importantes del país y nunca dejó de ayudar a sus amigos, incluso manteniendo sus hogares con el desprendimiento más genuino. Casi en seguida escuché que un mueble se recorría y la voz de mi madre me recordaba de mal talante ¡No se escuchan las conversaciones ajenas, vaya a su cuarto!

El conocimiento de las mujeres sobre la naturaleza hizo que las llamaran brujas.

Tres días más tarde, cuando ya había olvidado aquel extraño incidente y jugaba en el famoso “chicle” de la plaza Abaroa, obra del arquitecto Alfredo Camacho, la vi surgir de la nada. Asustada me oculté instintivamente y observé un par de pequeños zapatos que intentaban seguir el ritmo de su caminata. La curiosidad me animó a salir de mi escondite y con profunda sorpresa observé que la niña, casi de mi misma edad, tenía el rostro de mi querido tío, amigo de mi padre.

Así que el tío, que no tiene wawas con la tía, tiene una hijita, dije a mi padre a quemarropa en cuanto llegó a casa. Se quedó parado de espaldas como si lo hubieran congelado. ¿De dónde sacas esas historias? preguntó asustado. El tío tiene una hija con la señora bruja, afirmé. Algún día comprenderás que hay historias de las que no se puede hablar, contestó meciendo mis cabellos con todo el amor que me profesaba. Pero la historia no queda ahí. Durante las siguientes noches de San Juan me pareció volverlas a ver en medio del humo de las fogatas y el silencio férreo de mi padre cuando preguntaba por ellas. En la adolescencia, mientras compartía un sucumbé con un grupo de amigas en la avenida Arce, sentí la mirada de una mujer de mi edad, cuando di la vuelta para mirarla a los ojos, sonriente me mandó un abrazo al viento. En seguida supe que era ella pero el escandaloso sonido de la música festiva nos apartó sin poder hacer contacto.

El tío tiene una hija con la señora bruja, afirmé.

Muchos años más tarde, cuando trabajaba en el Defensor del Pueblo una señora vestida de negro de mi misma edad, se acercó con sigilo a mi escritorio y me dijo con cariño. ¿Roxana? ¿Sí? Soy yo, la hija de tu tío fulano de tal. Me levanté y sin decir palabra nos abrazamos muy fuerte en emocionado silencio. Siempre supe quién eras y dónde trabajabas, reconoció feliz. Más tarde y con el pasar del tiempo me contó cuánto le dolió el estigma, la letra injusta y escarlata que llevó su madre durante años tildada de bruja, por el solo hecho de intentar acceder a un reconocimiento y manutención justa para su hija. Juntas vimos fotografías de ella, trabajando como enfermera sonriente de un hospital en el oriente boliviano. A su lado seis hijos e hijas y un esposo tranqui y bonachón. Sus grandes ojos negros, mezcla de amores orientales mantuvieron su belleza natural hasta su partida física.

Más tarde y con el pasar del tiempo me contó cuánto le dolió el estigma, la letra injusta y escarlata que llevó su madre durante años tildada de bruja, por el solo hecho de intentar acceder a un reconocimiento y manutención justa para su hija.

Pero como los finales felices también existen, hay mucho por decir en su nombre. Quizá lo más significativo es que su hija es una mujer vanguardista que durante su vida profesional se ha dedicado a trabajar por los derechos de las mujeres, desterrando estereotipos y prejuicios, y que terminó enterrando a su padre a quien cerró los ojos y ni siquiera consideró perdonar. Eran otros tiempos, dice, y los hombres también son víctimas del machismo secante, afirma. Pero eso sí, soy bruja militante a mucha honra, reconoce orgullosa y muerta de risa entre los bellos hilos de su aquelarre singular. Agencias