“Jugar sin público no es lo que nos gusta, nos quita la pasión», reconoció Gerard Piqué, y su voz podría ser la de cualquier futbolista en todos los rincones del planeta. Sin embargo, la nueva realidad, sin aficionados o con una cantidad exigua, expuso un efecto inesperado: un mejor comportamiento en los jugadores y en el staff que rodea al fútbol.
En Europa, además de generar una mejoría en los resultados de los conjuntos visitantes, la faz disciplinaria también observó un impacto marcado: las tarjetas amarillas se redujeron un 24% y las rojas un 39%. En el ámbito de Conmebol también se puede divisar la incidencia de la falta de público en el comportamiento de los protagonistas. Sobre 108 encuentros jugados entre las Copas Sudamericanas, Libertadores y Recopa antes de la pandemia, se contabilizaron 52 tarjetas rojas (un promedio de 0.48 por duelo) y 531 amarillas (4,91 por encuentro). Con las tribunas vacías, la aparición de los acrílicos en los partidos se redujo 19,32%. Y el tiempo efectivo de juego aumentó un 11% debido a la menor intervención de los árbitros (antes del COVID-19, el tiempo neto de acción era de 53,30 minutos).
Consultados por Infobae, los árbitros no dejan de reconocer que, en este nuevo paradigma, la propuesta de los jugadores les facilita su conducción. ¿Las razones? Los estadios se han transformado en museos sin público, perdiendo la magia, la pasión, pero también sin la adrenalina que inyecta el griterío de los fanáticos, que muchas veces impulsa a los futbolistas y eleva la temperatura de los encuentros.