“Debe tener de todo y ser dulce para que la enfermedad llegue y se vaya contenta, sin llevarse a nadie… con cariño tienes que preparar”, dice Aurora, mientras alista en su aguayo una especie de nido en el que llevará hasta su casa la primera ofrenda de agosto para la Pachamama.
Y es que agosto es el mes de la Madre Tierra y en el campo y la ciudad, las familias se preparan. Alistan ofrendas con dulces, coca, lanas de colores, q’oa y flores que serán devoradas por el fuego en un rito de reciprocidad. Como lo hace Aurora, este año, muchos bolivianos pedirán por su salud y prepararán recibimientos y despachos para que el virus que paralizó al mundo pase de largo por sus hogares.
“Antiguamente en estos meses de viento, los abuelos decían que era la Pachamama que salía de la tierra para llevar, transformar y determinar. Aparecían enfermedades y la gente no viajaba, no se casaba ni hacia empresa. Por eso se ofrecía hierbas y otros …. para que el viento no nos lleve. Pero agosto también obedece a la época del inicio de la siembra. El frío empieza a bajar y la tierra que estuvo en descanso despierta”, explica el amauta Edmundo Pacheco.
Señala que es la oportunidad de agradecer todo lo que nos tocó vivir desde el año pasado hasta ahora, porque se abrirá la tierra y se le invitará “un plato” para que la “nueva siembra” sea buena. “Y ahora que tenemos la presencia el coronavirus, también vamos a agradecer”, afirma.
“Es como en tu casa, en la escuela o en la calle, si eres desagradecido, ingrato, no te van a tratar bien. Si te pasa algo o te enfermas no se van a preocupar ni te van a cuidar. Igual es”, dice doña Aurora mientras busca entre los pliegues de su pollera unas monedas.
La antropóloga Jhudit López Uruchi dice que dice que en esta época la tierra está con la boca abierta y toca agradecerle. “En la primera parte del año nos dio la cosecha y nos alimentó (incluso durante la cuarentena) y ahora ella tiene hambre y nosotros tenemos que ser recíprocos con mesas o misas”.
Añade que la casa es el escenario principal porque ahí vive el “cóndor Mamani”. Por eso se pasa la mesa en familia, pidiendo que no falte nada y que mantenga a todos con salud.
“Eso es importante este año, la salud y el alimento. Eso vamos a pedir”, dice don René. Es parte de una larga fila que año tras año se forma en el puesto de una de las chifleras más reconocidas de la calle Max Paredes, porque se dice que tiene muy buena mano.
“Prepáramelo para la salud” repiten uno a uno sus clientes.
Y es que el miedo por la enfermedad, que ha colapsado el sistema público del país, no es indiferente a quienes optan por acudir a los saberes ancestrales. Ante la falta de acceso a los medicamentos, muchos han empezado a recordar el uso de las plantas medicinales y con ello las tradiciones más antiguas.
“Ahora hemos recibido a la enfermedad con miedo, recelo, odio, maldiciendo, discriminando o hasta actuando con violencia contra los enfermos y los médicos. Pero en nuestra cultura la visión es diferente”, comenta la antropóloga.
Explica que se entendía al mal como una presencia, un ente, con el que se debía interactuar. No se le teme pero se le tiene respeto. Tampoco se lo menosprecia quitándole importancia.
“Se buscaba el origen y de acuerdo a eso se procedía con plantas y rituales porque a la enfermedad también hay que darle algo para su hambre. Incluso hay apachetas especialistas en salud, como el Tata Sajama. A sus faldas hay aguas medicinales y le llaman el doctor”, relata López Uruchi.
Esta relación se traduce en una variedad de ceremonias para recibir y despachar la enfermedad, ya sea que haya llegado casa o no. Pacheco nos explica una.
“Hay que darle la bienvenida con flores y saumerio. Se puede poner grasa de llama con unas cuatro a seis hojitas de coca. Con eso se forma una especie de tantawawita y eso se pone al fuego. Hay que hablarle decirle, que así como vino y nos visitó ahora puede irse en paz por su camino”.
El plato de la Pachamama
Para la ofrenda hay dos mesas, una blanca y una de color. Es parte de la dualidad en la cosmovisión de los pueblos andinos. Se les pone figuras de animalitos hechas de dulce. El sapito para la abundancia, la hormiga para el trabajo, la araña para tejer los planes, la llama para el camino, el cóndor para el viaje y la serpiente para el conocimiento.
“Seguramente cada mesa será acorde a la situación de cada familia. No hay hora ni día exclusivo, habrá quienes hagan mesas con sullus (feto de llama) y otras que sólo tendrán el cebo. Seguro otros pondrán flores y frutas y otros tal vez sólo incienso y copal. Lo importante es la intención que le pongamos”, dice Pacheco.
A esa intención Aurora la llama fe en esa energía divina que da vida y cuida de todos. “Habremos hecho daño a la tierra y entre nosotros. Tal vez es un jalón de orejas que nos dan”, afirma.
Las Crónicas
Escritos En sus crónicas coloniales, Guamán Poma de Ayala llama a agosto, en quechua, “Chacra Yapuy Quilla” o “Mes de abrir la tierra”. Así se refería a la apertura de surcos para empezar la siembra de los alimentos en el campo
Ofrendas Relata cómo en el altiplano, ya en tiempos precolombinos, se enterraban ofrendas, se echaba chicha.
Creencias Muchos relatos urbanos hacen referencia a este mes que -se comenta- no es seguro para los viajeros. También se tiene especial cuidado con las gestantes.
Saberes que se convierten en relatos
Las declaraciones de Aurora, López o Pacheco no son del todo extrañas o lejanas. Son parte de aquellos saberes colectivos que se desprenden de una cadena de tradición oral que pasa de generación en generación.
Con las migraciones campo ciudad y el paso de los años, se convierten en relatos que muchos escuchamos de nuestras abuelas y abuelos.
Francisca y su esposo eran maestros rurales. En su estadía en poblaciones alejadas de las ciudades, ella llenó su mente y sus manos de secretos para la comida y de hierbas para curar todo mal del cuerpo y del alma.
Cuando sus nietos enfermaban, ella les contaba que cuando llegaba la enfermedad a un pueblo, los habitantes limpiaban todo. Preparaban dulces y todo aquello que podía gustarle a ese ente que se aproximaba. Se lavaba la ropa y se quemaban plantas aromáticas y purificantes.
Se recogía todo y se adornaba con flores, dulces y hasta monedas. Todo se juntaba -sin miramientos ni asco- para llevarlo con música hasta el límite del poblado. Ese era el aviso temprano para los pueblos vecinos de que la enfermedad estaba cerca. Agencias