Casi todo el mundo en Marruecos sabe quién era el comisario Tabit. Cada vez que un tribunal pronuncia alguna sentencia de pena de muerte, como sucedió en julio con los tres islamistas que degollaron a dos turistas escandinavas, siempre se recuerda que la última vez en que se aplicó esa condena en el país fue para ejecutar a Mohamed Mustafá Tabit. Fue fusilado amarrado a un poste el 5 de septiembre de 1993, en un bosque situado en las afueras de Kenitra, a media hora en coche desde Rabat.
Tabit había violado en el mismo lecho a una mujer, a su hija y a su nieta adolescente mientras filmaba el crimen con una cámara oculta. Y eso mismo hizo con varios cientos de mujeres más, según dejó establecido la investigación. Pero tan abominable como Tabit parece la maquinaria del Estado que lo protegió durante años, se valió de sus servicios y mandó matarlo antes de que hablara demasiado.
Tabit era un piadoso padre de familia, de 54 años, casado en segundas nupcias y con cinco hijos. Provenía del Marruecos profundo, de la ciudad de Beni Melal, en el centro geográfico de la nación. En 1970, cuando era un joven profesor de árabe, un mando policial se encaprichó de su esposa y a él lo envió a la cárcel con el pretexto de que había insultado a las instituciones sagradas del reino. Al salir, Tabit cayó en depresiones y precisó asistencia psiquiátrica. Abandonó a su mujer, se marchó del colegio y de la ciudad y opositó para agente en 1974. En Casablanca comenzaría otra vida con una nueva esposa y como violador en serie.
El comisario no fumaba, no bebía, había peregrinado varias veces a La Meca, rezaba sus cinco oraciones al día y solía acudir cada viernes a la mezquita. También dedicaba mucho tiempo a acechar a niñas y mujeres en los colegios, universidades y grandes avenidas. Las introducía en su coche, por las buenas o por las malas, y las llevaba a un apartamento alquilado. Allí había dispuesto varias cámaras y micrófonos para poder filmar las agresiones desde distintos ángulos. Tenía además contratados los servicios de un ginecólogo que practicaba abortos y reparaciones de himen.
Tabit colaboraba con los servicios secretos del Estado, pero con el tiempo se volvió incontrolable y hay quienes sospechan que debió de mercadear con sus cintas en redes internacionales de pornografía. En 1990, una mujer de 26 años lo denunció por violación, aunque la denuncia quedó enterrada.
En el verano de 1992, en un barrio de Milán, un ítalomarroquí de nombre Said se dispone a ver una cinta pornográfica con varios compatriotas, según informó en 2007 el semanario Tel Quel. De repente, Said descubre que una de las mujeres que aparecen en la grabación es su hermana. Al día siguiente se presenta en Casablanca. Y se entera de que un año antes, su hermana, de 18 años, conoció a un tal Haj mientras esperaba en la parada de un autobús. Con el testimonio de la joven acude a la embajada de Italia y denuncia el caso. La representación diplomática lo pone en conocimiento del primer ministro, que a su vez informa al rey Hassan II, y encarga una investigación a la Gendarmería Real, entonces dirigida por Husni Bensliman.
La versión del ítalomarroquí no excluye otra que fue publicada por todos los medios del país: el comisario Tabit secuestró y violó el 2 de febrero de 1993 a dos universitarias que lo denunciaron al día siguiente. Esta vez la denuncia prosperó y llegó hasta la Gendarmería, un cuerpo de seguridad que, sin avisar a la policía, registró el piso alquilado de Tabit. Y descubrió 118 vídeos con las filmaciones de 518 mujeres, entre ellas 20 menores. No fue un trago fácil revisar el contenido de aquellas cintas. “Lo más duro a veces eran las palabras, los diálogos. Haj podía insultar, golpear, reunir a dos hermanas, a una madre y a una hija, en la misma cama y pasar alegremente de una a la otra”, relató un testigo a la revista Tel Quel. Agencias