Después de trabajar durante 46 años como veterinario (uno prestigioso, pionero en transferencia embrionaria), Oscar Sasso se jubiló. Pero eso, claro, no significa que el hombre, que ya tiene 71, se quede quieto. “Lo que hago a veces es colocar prótesis dentales en animales, para alargar la vida útil a las vacas de cría, porque siempre me dediqué al campo. Lo hago a través del Laboratorio Dental Ganadero, que está en la zona de Villa Crespo, en Buenos Aires”. En la terraza de su hogar de Bahía Blanca tiene un tallercito, y ahí le gusta componer todo lo que se vaya rompiendo en su casa. Hasta que algo se rompió que no pudo arreglar.
“Cuando era chico trabajé en talleres, rectificaba válvulas, arreglaba tractores con mi padre, que era contratista rural. Estaba bajando unas maderas del techo, me faltaba un escalón, y di un saltito. Me olvidé que tenía un alambre pendiendo del techo, en el que cuelgo algunos elementos para poderlos pintar. Y se me enganchó en la oreja y me rasgó el pabellón auricular hasta arriba. No me afectó la audición ni me sangró demasiado, porque ahí es cartílago y piel”.
Lo más lógico hubiese sido ir a la guardia de un centro de salud y que un médico le suture la herida. Pero en tiempos de coronavirus, muchos tienen miedo de ir a clínicas y hospitales por un eventual contagio de Covid-19. Así sucede que las enfermedades que están en el vasto universo ubicado fuera de la pandemia cada día complican más la salud. Por ejemplo, ya a mediados de abril el Instituto Cardiovascular de Buenos Aires proyectó 10.000 muertes evitables por falta de consulta o tratamiento de enfermedades cardiovasculares, un efecto no deseado del aislamiento obligatorio ante el coronavirus. La proyección indicaba “un incremento de 3.500 a 10.500 casos de nuevas ECV prevenible”, de entre 6.000 y 9.000 más por enfermedad cardiovascular y de entre 450 y 750 muertes prevenibles por infartos.
Oscar, cuyo único factor de riesgo es la edad -no tiene ninguna comorbilidad- no es la excepción: “Tengo miedo al contagio, por el coronavirus y los virus intrahospitalarios. Por algo menor como esto, no iba a ir al hospital. Hace ciento y pico de días que estoy dentro de mi casa y sólo salí a hacer un par de compras… y ahora”.
Lo primero que se le ocurrió a este oriundo de Pehuajó, que estudió en La Plata, donde se recibió de veterinario en 1974, fue arreglarse él la oreja. “Me lo quise pegar con una cinta, pero no hubo caso. Era en la parte de atrás del pabellón y lo tenía dividido en dos. Y no me podía coser yo, sino lo hubiera hecho. Además, no tengo los elementos desinfectados y pequeños como los que usan los veterinarios que trabajan con perros o animales más chicos. Como me negaba a ir al médico, mi mujer, Patricia, me dijo que consultara al veterinario de mi perro. Él está cansado de coser orejas, porque cuando se pelean, los perros se suelen rasgar ahí. Al principio no me quería atender, porque no está permitido que atendamos a seres humanos, ¡pero somos médicos! Y estudiamos con los mismos libros a veces, como farmacología. Yo le tenía confianza, y le dije que tenía que hacerlo: ‘¿cuántas orejas de perro cosés por año? ¡Hacé de cuenta que soy un perro!”.
Oscar se ríe cuando lo cuenta: “Me suturó perfecto, con material esterilizado que abrió en el momento, con agujitas delicadísimas, todo bien desinfectado. Y a pesar de los recovecos que tiene la oreja, me hizo seis puntos espectaculares. Es alguien con mucha experiencia- Ojo, yo no estoy minimizando a los médicos. Estoy valorizando a los veterinarios y defiendo mi profesión. Al que me cosió le tengo absoluta confianza y además, me hice responsable. Mis hijos (tiene tres, y tres nietos) me dijeron que era un animal, me retaron. Ahora estoy tomando antibióticos por cualquier infección secundaria, y tengo la vacuna contra el tétanos”.